Las grandes familias de antaño se hundían en silencio dentro de sus alcázares desguarnecidos.
En los vericuetos de las calles adoquinadas que tan eficaces habían sido en sorpresas de guerras y desembarcos de bucaneros,
la maleza se descolgaba por los balcones y abría grietas en los muros de cal y canto aun en las mansiones mejor tenidas,
los lánguidos ejercicios de piano en la penumbra de la siesta.
perturbados a menudo por presagios siniestros,
en el instante opresivo del tránsito, se alzaba de las ciénagas una tormenta de zancudos carniceros,
una tierna vaharada de mierda humana, cálida y triste, revolvía en el fondo del alma la certidumbre de la muerte.
desde la cual se dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía
una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vides y racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de bronce.
Los muebles de recibo, hasta el reloj de péndulo de la sala que tenía la presencia de un centinela vivo
había por todas partes jarrones y floreros de Sévres y estatuillas de idilios paganos en alabastro.
donde las butacas de mimbre se confundían con mecedores vieneses y taburetes de cuero de artesanía local
había una ortofónica de modelo reciente junto a un estante con discos bien ordenados,
En toda la casa se notaba el juicio y el recelo de una mujer con los pies bien plantados sobre la tierra.
alrededor del escritorio de nogal de su padre, y de las poltronas de cuero apitonado,
hizo cubrir los muros y hasta las ventanas con anaqueles vidriados,
y colocó en un orden casi demente tres mil libros idénticos empastados en piel de becerro y con sus iniciales doradas en el lomo.
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